Este
post pretende ser un acercamiento a la realidad transexual
cuestionando los estereotipos que marginan y deshumanizan una
realidad compleja. No hablaremos de prostitutas, ni pelucas fucsias,
ni tacones, ni divas del espectáculo. Hablaremos de seres humanos
que en una realidad plagada de silencios, construyen su identidad y
su vida en pequeñas luchas cotidianas. “Si
el grito es la manifestación del dolor agudo, el silencio suele ser
la respuesta más frecuente al dolor crónico” (Quinceno,
2008, citado en Becerra, 2010).
La
transexualidad como objeto de estudio es relativamente nuevo. No fue
hasta el siglo XX que la comunidad científica y principalmente la
científicos y terapeutas, se han ocupado de ella (Hernández,
Rodríguez y García-Valdecasas, 2010). En la actualidad a la luz de
los estudios de género, este tema ha cobrado un renovado interés
ofreciendo una mirada alternativa al discurso médico imperante. Sin
embargo aún hay un gran desconocimiento sobre la realidad transexual
como vivencia personal, lo que provoca ciertas limitaciones en los
profesionales al momento de tratarla o teorizarla (Fernández Rouco,
2011)
Desde
la modernidad, en occidente interpretamos al mundo de una manera
dicotómica: Naturaleza y cultura. Esta misma matriz divide la
existencia en dos categorías humanas: mujeres y hombres. A partir de
esta diferencia sexual se dicotomiza también la construcción
simbólica de lo que es ser masculino y femenino (Rubin, 1989; citado
en Lamas, 1986), y se establece la creencia de que las diferencias
entre lo femenino y lo masculino pertenecen a la naturaleza humana a
la par que se instala una estructura binaria de género que organiza
el mundo social y los cuerpos (Bourdieu, 1998). Esta
segmentación adquirió un carácter androcéntrico-jerárquico que
se naturalizó (Becerra, 2009) y fueron los estudios
feministas los que develaron el efecto sobre el condicionamiento
hacia las mujeres. Sin embargo la incómoda relación entre feminismo
y personas transexuales, produjo un menor estudio de esta influencia
en las personas transexuales (Gimeno, 2007).
El
género no solo se instala marcando los ideales de hombre y mujer,
sino que también establece los mecanismos que aseguran que las
personas adquieran estas conductas y las características esperadas
(Bergero, 2008). De esta manera la maquinaria patriarcal, pone en
funcionamiento la división entre lo normativo y lo no-normativo con
consecuencias para quienes no se definan dentro de lo esperable
(Missé y Solá, 2009). L@s transexuales al no tener una identidad de
género normativa, pareciera que no entran completamente en la
categoría de personas (Becerra, 2010).
Otra
de las dificultades que produce la rigidez de los roles de género es
el aislamiento social producto de la transfobia. Los estereotipos
construídos en el imaginario colectivo y la falta de conocimiento
sobre esta problemática, provocan actitudes discriminatorias hacia
los transexuales en distintos ámbitos sociales como por ejemplo la
escuela y el trabajo (Godás, 2006). Esto provoca en muchos casos
aislamiento social, disminución de autoestima y actitudes
violentas sobre el propio cuerpo. Es notable que la mortalidad por
suicido sea mayor en l@s
transexuales que en la población en general.
Pero
las diferencias no se dan solo entre “transexuales y población en
general” (como si se pudiese hacer una distinción tal). En una
cultura como la nuestra que valora lo masculino por sobre lo
femenino, pasar de una posición masculina a una femenina tiene
connotaciones negativas y es castigado (Garaizabal, 1998). Las
mujeres transexuales
sufren mayores grados de exclusión y
violencia social (Hurtado, Gómez y
Donat, 2007). Vaya paradoja, que en la realidad transexual (plagada
de luchas) ser invisible se convierte en una virtud; los hombres
transexuales son quienes la poseen, y eso les posibilita una vida con
menos presión que a las mujeres transexuales. Ellas catalogadas
como ridículas y asumiéndose ellas mismas de esta forma, atraviesan
en su entorno relacional mayores situaciones de maltrato. Esto
dificulta el logro de la identidad
de género, ya que solo se la adquiere auténticamente al ser
significad@s por otros y al reconocerse y expresarse dentro de un
idioma reconocible (Gagné y Tewksbury, 1998). Las
consecuencias que acarrea este rechazo será un acotamiento en las
oportunidades de vida, menor adaptación social, escolar y laboral,
que conlleva en muchos casos a que la única oportunidad de vida sean
trabajos marginales y peligrosos como la prostitución (Hurtado et.
al., 2007).
Adherimos
a la afirmación de Bergero (2008) de que gran parte del sufrimiento
transexual, se debe al rechazo que reciben por parte de la sociedad.
En un entorno menos transfóbico y sexista, creemos que las personas
transexuales podrían sentirse reconocid@s; y más allá de que se
realicen o no la operación de reasignación sexual la relación con
su propio cuerpo podría ser menos problemática. No nos olvidemos
que en el imaginario y en los papeles, la transexualidad esta
incluida dentro del Manual de Trastornos Mentales (DSMI IV), y la
modificación del cuerpo aparece como la salida más propicia.
Podemos ver en clave foucaltiana, que estamos hablando del control
social sobre los cuerpos. El cuerpo transexual por representar una
fisura en el binomio sexo-genero, será castigado y tendrá que
heterosexualizarse a través de la reasignación sexual para lograr
una mejor calidad de vida.
En
este sentido, las personas transexuales son la punta visible del
iceberg de un sistema coercitivo
que disciplina los cuerpos y las identidades. Pero en ese iceberg
está la sociedad en su conjunto influenciada por el cumplimiento de
ciertos comportamientos en función del sexo al que pertenecemos.
Las
personas transexuales nos demuestran que “hay vida” más allá de
las categorías hombre
y mujer: en sus luchas diarias, internas y externas, buscan definirse
permanentemente como “persona” y no solo adherirse a las
categorías de hombre o mujer
Como
feministas, nuestro leit motiv es desandar los caminos de los roles
de género para propiciar la emergencia de identidades singulares y
contribuir a una sociedad más igualitaria donde la experiencia de
cada persona tenga el mismo valor que la de cualquier otra. Porque,
como afirma Gayle Rubin, “una revolución feminista
completa no liberaría solamente a las mujeres: liberaría a la
personalidad humana del chaleco de fuerza del género”
(Rubin 1975 p.80; citado en Becerra, 2010).
Julieta Evangelina Cano y María Laura Yacovino
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